Arnaldo Córdova
La Jornada
11 de abril del 2010
El maestro Ignacio Burgoa (lo llamo así porque era, de verdad, un maestro; siendo doctor en derecho y, además y muy merecidamente, profesor emérito de nuestra Facultad de Derecho) sostenía que los derechos sociales son de naturaleza pública. Estaba equivocado, pero daba sus razones. En lo tocante al derecho agrario y al derecho del trabajo, afirmaba que se trataba de una responsabilidad del Estado el proteger a los sectores sociales involucrados en su reglamentación, los ejidatarios y trabajadores agrícolas y los trabajadores asalariados en general. Estaba equivocado sólo porque no quería reconocer que los derechos sociales son una nueva especie de derechos que no encuadran en el derecho público, pero tampoco en el derecho privado. Están entre ambos.
Una visión humanista y de proyección social del derecho estima que el fin último del derecho es, precisamente, el de proteger a la sociedad y a sus diferentes sectores integrantes. Ahora, en la época del capitalismo salvaje, parece estar ya en desuso, pero tiene sus fines prácticos. La sociedad, por ejemplo, no puede ser sacrificada a intereses parciales o individualistas y hacer la riqueza de unos pocos y la pobreza y la miseria de los más. En su libro sobre las garantías individuales, sistematizador de la materia como también su obra sobre el juicio de amparo (lo reconocía Héctor Fix Zamudio hace ya cuarenta años), estimaba que las garantías sociales tenían, en efecto, el fin práctico de proteger a la sociedad y sus mayorías.
El maestro Mario de la Cueva decía que la mejor forma de tratar para los trabajadores en sus relaciones con sus patrones era a través del contrato colectivo de trabajo. La relación individual del trabajo, recordaba, es un enfrentamiento entre dos seres infinitamente desiguales. El trabajador aislado jamás podrá tratar en condiciones de igualdad con su patrón. Para eso, para tratar igualmente, se inventó el contrato colectivo de trabajo (o, más bien, los trabajadores organizados de todo el mundo lo impusieron a sus explotadores). Pero aun en el contrato individual debe prevalecer el espíritu protector del trabajador, por la sencilla razón de que sin él no es posible crear riqueza alguna.
Quisiera recordar también otra anécdota ilustrativa. Mi maestro de derecho procesal civil y derecho procesal del trabajo en la Universidad Michoacana, don Arturo Valenzuela, que tenía fama de ser un duro abogado patronal, un día se quedó pasmado cuando le pregunté en clase: “¿Cuál sería el ideal del patrón típico para contratar con sus trabajadores?” Él me contestó, sonriente: “Pues, la verdad, sería feliz si no hubiera sindicatos. Siempre será más fácil para él tratar con sus trabajadores en lo individual”. Yo le repliqué que entonces los trabajadores estarían a merced de sus empleadores. Socarrón, me reviró: “Bueno, qué, ¿no somos todos creyentes en el valor de la libertad individual?” Yo, a mi vez, le dije: “Si no somos iguales, no somos igualmente libres”, y él, por supuesto, me remató diciéndome que me fuera a vivir a la Unión Soviética.
Claro que todos los regímenes priístas hicieron de los sindicatos verdaderas maquinarias de opresión de los trabajadores; pero lo chistoso del asunto es que los regímenes panistas no sólo han conservado esas maquinarias corporativistas, sino que las han convertido en engranajes ineliminables de su sistema de gobierno, si es que llega a tanto. Como ahora los panistas, los priístas supieron muy pronto que habían creado verdaderos monstruos imbatibles dentro de su régimen, sobre todo cuando entre los años setenta y los ochenta comenzaron a plantearse el tema de la flexibilización de las relaciones del trabajo y la necesidad, para ellos, de limitar y, de poderse, eliminar la contratación colectiva.
La flexibilización comenzó en aquellos tiempos y fue un ariete que hizo añicos los antiguos valores del derecho del trabajo. Se planteó, para empezar, que no podía sostenerse la jornada de trabajo, cuando muchas veces el trabajador no trabajaba y permanecía inactivo en la empresa, porque, además, debía empleársele sólo para ciertas tareas fijadas en el contrato colectivo. Debía eliminarse la jornada fija y establecer un sistema de uso de la fuerza de trabajo variable y también para otras tareas que no podían convenirse en el contrato. Gino Giugni, el gran laboralista italiano, aconsejó a las organizaciones italianas del trabajo que aceptaran la flexibilización, pero que pelearan porque quedara establecida en sus contratos y jamás rebasara los tiempos laborales por semana o por mes. Así resistieron los trabajadores la embestida patronal.
La esencia de la reciente propuesta panista de reformas a la Ley Federal del Trabajo (cuyo texto me consiguió mi amigo y camarada, el diputado federal Agustín Guerrero) lleva la impronta de la ideología anticolectivista de la patronal. No podrá haber en nuestro país verdadera competitividad ni inversión ni productividad ni exportaciones, así como tampoco auténtica generación de riqueza, si no se elimina el derecho colectivo del trabajo, se hace a menos de los sindicatos, se flexibilizan las relaciones de trabajo y se convierte al trabajador en un agente libre de verdad que trate directamente con su patrón y colabore con él en todo lo que sea necesario para alcanzar aquellos sacrosantos valores de la nueva iniciativa privada (que a Reyes Heroles y a los enemigos del no les fascinan).
Enseguida sólo unos ejemplos. Los nuevos artículos, 39 ordenados con letras, proponen contratos de trabajo (siempre individuales) de “prueba”, para ver si el trabajador es capaz de desarrollar la tarea (de tres y seis meses). Lo malo es que el único árbitro es el propio patrón y no es desechable la idea de que explote a su presunto futuro trabajador por ese tiempo y luego lo eche a la calle. Las relaciones de trabajo, en el actual derecho, son “por tiempo indeterminado”, vale decir, para siempre, mientras el cuerpo del trabajador aguante. En la reforma que se propone se flexibilizan al máximo, de modo que se pueden “pactar” (entre el ratón y el gato) labores discontinuas o fijas y periódicas o temporales, según las exigencias de la empresa.
En su fracción VIII del nuevo artículo 42 se permite suspender la relación de trabajo por temporadas. Se habla de los “trabajadores de temporada”, pero se ve con claridad que no habrá otro tipo de contrato. Nuestros trabajadores protegidos permanentemente, se volverán “trabajadores temporaleros”. Los salarios caídos, ya se ha comentado aquí, sólo se pagarán por seis meses, después de lo cual el trabajador dependerá sólo de sí mismo (artículo 48 propuesto). El artículo 51 cambia la denominación de “trabajador” por la de “persona que trabaja”. El cambio no puede ser inocuo. El 56 legitima, en fin, las labores “conexas” que, de hecho, convierten al trabajador en un milusos al servicio del patrón.
La Jornada
11 de abril del 2010
El maestro Ignacio Burgoa (lo llamo así porque era, de verdad, un maestro; siendo doctor en derecho y, además y muy merecidamente, profesor emérito de nuestra Facultad de Derecho) sostenía que los derechos sociales son de naturaleza pública. Estaba equivocado, pero daba sus razones. En lo tocante al derecho agrario y al derecho del trabajo, afirmaba que se trataba de una responsabilidad del Estado el proteger a los sectores sociales involucrados en su reglamentación, los ejidatarios y trabajadores agrícolas y los trabajadores asalariados en general. Estaba equivocado sólo porque no quería reconocer que los derechos sociales son una nueva especie de derechos que no encuadran en el derecho público, pero tampoco en el derecho privado. Están entre ambos.
Una visión humanista y de proyección social del derecho estima que el fin último del derecho es, precisamente, el de proteger a la sociedad y a sus diferentes sectores integrantes. Ahora, en la época del capitalismo salvaje, parece estar ya en desuso, pero tiene sus fines prácticos. La sociedad, por ejemplo, no puede ser sacrificada a intereses parciales o individualistas y hacer la riqueza de unos pocos y la pobreza y la miseria de los más. En su libro sobre las garantías individuales, sistematizador de la materia como también su obra sobre el juicio de amparo (lo reconocía Héctor Fix Zamudio hace ya cuarenta años), estimaba que las garantías sociales tenían, en efecto, el fin práctico de proteger a la sociedad y sus mayorías.
El maestro Mario de la Cueva decía que la mejor forma de tratar para los trabajadores en sus relaciones con sus patrones era a través del contrato colectivo de trabajo. La relación individual del trabajo, recordaba, es un enfrentamiento entre dos seres infinitamente desiguales. El trabajador aislado jamás podrá tratar en condiciones de igualdad con su patrón. Para eso, para tratar igualmente, se inventó el contrato colectivo de trabajo (o, más bien, los trabajadores organizados de todo el mundo lo impusieron a sus explotadores). Pero aun en el contrato individual debe prevalecer el espíritu protector del trabajador, por la sencilla razón de que sin él no es posible crear riqueza alguna.
Quisiera recordar también otra anécdota ilustrativa. Mi maestro de derecho procesal civil y derecho procesal del trabajo en la Universidad Michoacana, don Arturo Valenzuela, que tenía fama de ser un duro abogado patronal, un día se quedó pasmado cuando le pregunté en clase: “¿Cuál sería el ideal del patrón típico para contratar con sus trabajadores?” Él me contestó, sonriente: “Pues, la verdad, sería feliz si no hubiera sindicatos. Siempre será más fácil para él tratar con sus trabajadores en lo individual”. Yo le repliqué que entonces los trabajadores estarían a merced de sus empleadores. Socarrón, me reviró: “Bueno, qué, ¿no somos todos creyentes en el valor de la libertad individual?” Yo, a mi vez, le dije: “Si no somos iguales, no somos igualmente libres”, y él, por supuesto, me remató diciéndome que me fuera a vivir a la Unión Soviética.
Claro que todos los regímenes priístas hicieron de los sindicatos verdaderas maquinarias de opresión de los trabajadores; pero lo chistoso del asunto es que los regímenes panistas no sólo han conservado esas maquinarias corporativistas, sino que las han convertido en engranajes ineliminables de su sistema de gobierno, si es que llega a tanto. Como ahora los panistas, los priístas supieron muy pronto que habían creado verdaderos monstruos imbatibles dentro de su régimen, sobre todo cuando entre los años setenta y los ochenta comenzaron a plantearse el tema de la flexibilización de las relaciones del trabajo y la necesidad, para ellos, de limitar y, de poderse, eliminar la contratación colectiva.
La flexibilización comenzó en aquellos tiempos y fue un ariete que hizo añicos los antiguos valores del derecho del trabajo. Se planteó, para empezar, que no podía sostenerse la jornada de trabajo, cuando muchas veces el trabajador no trabajaba y permanecía inactivo en la empresa, porque, además, debía empleársele sólo para ciertas tareas fijadas en el contrato colectivo. Debía eliminarse la jornada fija y establecer un sistema de uso de la fuerza de trabajo variable y también para otras tareas que no podían convenirse en el contrato. Gino Giugni, el gran laboralista italiano, aconsejó a las organizaciones italianas del trabajo que aceptaran la flexibilización, pero que pelearan porque quedara establecida en sus contratos y jamás rebasara los tiempos laborales por semana o por mes. Así resistieron los trabajadores la embestida patronal.
La esencia de la reciente propuesta panista de reformas a la Ley Federal del Trabajo (cuyo texto me consiguió mi amigo y camarada, el diputado federal Agustín Guerrero) lleva la impronta de la ideología anticolectivista de la patronal. No podrá haber en nuestro país verdadera competitividad ni inversión ni productividad ni exportaciones, así como tampoco auténtica generación de riqueza, si no se elimina el derecho colectivo del trabajo, se hace a menos de los sindicatos, se flexibilizan las relaciones de trabajo y se convierte al trabajador en un agente libre de verdad que trate directamente con su patrón y colabore con él en todo lo que sea necesario para alcanzar aquellos sacrosantos valores de la nueva iniciativa privada (que a Reyes Heroles y a los enemigos del no les fascinan).
Enseguida sólo unos ejemplos. Los nuevos artículos, 39 ordenados con letras, proponen contratos de trabajo (siempre individuales) de “prueba”, para ver si el trabajador es capaz de desarrollar la tarea (de tres y seis meses). Lo malo es que el único árbitro es el propio patrón y no es desechable la idea de que explote a su presunto futuro trabajador por ese tiempo y luego lo eche a la calle. Las relaciones de trabajo, en el actual derecho, son “por tiempo indeterminado”, vale decir, para siempre, mientras el cuerpo del trabajador aguante. En la reforma que se propone se flexibilizan al máximo, de modo que se pueden “pactar” (entre el ratón y el gato) labores discontinuas o fijas y periódicas o temporales, según las exigencias de la empresa.
En su fracción VIII del nuevo artículo 42 se permite suspender la relación de trabajo por temporadas. Se habla de los “trabajadores de temporada”, pero se ve con claridad que no habrá otro tipo de contrato. Nuestros trabajadores protegidos permanentemente, se volverán “trabajadores temporaleros”. Los salarios caídos, ya se ha comentado aquí, sólo se pagarán por seis meses, después de lo cual el trabajador dependerá sólo de sí mismo (artículo 48 propuesto). El artículo 51 cambia la denominación de “trabajador” por la de “persona que trabaja”. El cambio no puede ser inocuo. El 56 legitima, en fin, las labores “conexas” que, de hecho, convierten al trabajador en un milusos al servicio del patrón.
¿No es una belleza de reforma?
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