Eduardo Nava Hernández
Cambio de Michoacán
Miércoles 14 de Abril de 2010
Fue en 1948, bajo la presidencia del Cachorro de la Revolución Miguel Alemán, que el entonces recientemente depuesto líder del sindicato ferrocarrilero, Jesús Díaz de León, El Charro, recuperó a sangre y fuego, con pistoleros y elementos de la Policía Secreta, las oficinas del gremio de las que la movilización democrática de los trabajadores lo había expulsado. Ese vergonzoso hecho inauguró la era del charrismo no sólo como un sistema de oprobiosa sumisión de los sindicatos al poder presidencial y simbiosis entre el sistema político y las organizaciones laborales, sino como práctica para hacer nugatorios derechos elementales para el trabajo como, entre muchos otros, el de libre asociación. Durante un largo periodo -que no concluyó con la alternancia entre partidos en el poder- el charrismo ha sido también un mecanismo para que gobierno y patrones den la vuelta en muchos sentidos y particularmente por la vía de la “negociación”, pero sin excluir la represión, a la legislación laboral.
El charrismo, la corrupción de las autoridades y los elementos que en la propia legislación favorecen el control de los procesos laborales por el Poder Ejecutivo (Secretaría del Trabajo, juntas de Conciliación y Arbitraje, etcétera) son los factores que han impedido que una normatividad en general favorable a la protección de los derechos laborales sea constantemente burlada y que incluso las organizaciones sindicales hayan dejado en las últimas décadas de asumir un papel protagónico en la vida nacional. El charrismo ha hecho la diferencia con otros países de América Latina y del mundo en donde los sindicatos participan activamente negociando las condiciones de trabajo de la clase obrera. Pero ese factor se sustentó siempre en una premisa: el alineamiento de las agrupaciones laborales con el régimen de la Revolución Mexicana cuyo representante nato era el presidente de la República.
Hoy que nadie sostendría que el gobierno mexicano es heredero del proceso revolucionario que inscribió los derechos del trabajo en el texto constitucional y que sus propios representantes (por boca de Vicente Fox) lo han declarado como un gobierno de empresarios y para los empresarios, las relaciones con el aún vigoroso charrismo se han trocado más complejas, y más costoso el apoyo que éste otorga a ese gobierno, como resulta evidente en los casos del SNTE, el sindicato petrolero, la CTM y otros. Por ello es que a los ojos del propio sector empresarial y del gobierno que lo representa se ha hecho necesario modificar a fondo la propia Ley Federal de Trabajo para adecuarla a las prácticas que ya el capital y el sistema que le sirve han convertido en cotidianas y erradicar definitivamente cualquier vestigio en ella de protección al trabajo o derechos para la clase laborante.
Ni el sindicalismo -por lo demás muy débil numérica y políticamente en el país- ni los salarios (entre los más bajos del mundo), ni los siempre burlados derechos que la ley otorga a los trabajadores han constituido obstáculos verídicos a los objetivos de competitividad y productividad que hoy se declaran objetivos prioritarios por sobre las condiciones de vida y trabajo de los asalariados. La subcontratación (outsourcing), la jornada por horas, el trabajo a destajo o la contratación temporal aun subsistiendo la materia de trabajo son prácticas hace mucho arraigadas en las relaciones laborales. El derecho de huelga ha encontrado desde hace mucho cortapisas y condicionamientos suficientes para hacerlo casi inexistente, y los inflexibles topes salariales y el accionar de las autoridades laborales le han hecho perder sentido. Pese a todo ello, es decir, a pesar de lo desfavorables que son las relaciones laborales para los trabajadores, no se ha incentivado el empleo, y el sector informal y la auto-ocupación crecen de manera incesante.
De lo que se trata con la iniciativa de reforma laboral del PAN y el gobierno calderonista, en realidad elaborada en las consultorías de la Confederación Patronal de la República Mexicana, Coparmex, es de transferir a la propia ley esas prácticas antilaborales que ya son usos y costumbres. Esto se da después de un largo periodo de desgaste y derrotas de los sindicatos y de una de las más intensas ofensivas de que se tenga memoria contra el trabajo desde el referido charrazo y la represión contra los ferrocarrileros o el movimiento magisterial bajo el priísmo, esta vez orientada en particular contra el Sindicato Mexicano de Electricistas y el de los minero-metalúrgicos, que no han aceptado someterse a los designios del calderonato. El hecho mismo de que la iniciativa haya sido elaborada a espaldas del sector laboral, sin consulta alguna con los sindicatos, da cuenta de que el capital y el gobierno se han propuesto como objetivo infligir una derrota histórica a la clase trabajadora, no sólo a través de hechos consumados sino de la cancelación legal de derechos y garantías, si bien no siempre ejercidos, sí subsistentes.
Contrariamente a lo divulgado por los epígonos del capital, la lucha de clases no sólo no ha desaparecido sino que se intensifica al calor de las iniciativas con que el propio capital y sus representantes políticos pretenden establecer su milenio de dominación. Sólo una política de frente amplio de los trabajadores que incorpore a cada uno de sus destacamentos, actualmente movilizados o no, puede hacer retroceder la pesadilla que el capitalismo salvaje, ya en retirada en muchas otras naciones, prescribe para la nuestra. Ellos pretenden celebrar el centenario de la primera revolución que en el mundo inscribió constitucionalmente los derechos del trabajo cancelando éstos. ¿Lo vamos a permitir?
Fuente
Cambio de Michoacán
Miércoles 14 de Abril de 2010
Fue en 1948, bajo la presidencia del Cachorro de la Revolución Miguel Alemán, que el entonces recientemente depuesto líder del sindicato ferrocarrilero, Jesús Díaz de León, El Charro, recuperó a sangre y fuego, con pistoleros y elementos de la Policía Secreta, las oficinas del gremio de las que la movilización democrática de los trabajadores lo había expulsado. Ese vergonzoso hecho inauguró la era del charrismo no sólo como un sistema de oprobiosa sumisión de los sindicatos al poder presidencial y simbiosis entre el sistema político y las organizaciones laborales, sino como práctica para hacer nugatorios derechos elementales para el trabajo como, entre muchos otros, el de libre asociación. Durante un largo periodo -que no concluyó con la alternancia entre partidos en el poder- el charrismo ha sido también un mecanismo para que gobierno y patrones den la vuelta en muchos sentidos y particularmente por la vía de la “negociación”, pero sin excluir la represión, a la legislación laboral.
El charrismo, la corrupción de las autoridades y los elementos que en la propia legislación favorecen el control de los procesos laborales por el Poder Ejecutivo (Secretaría del Trabajo, juntas de Conciliación y Arbitraje, etcétera) son los factores que han impedido que una normatividad en general favorable a la protección de los derechos laborales sea constantemente burlada y que incluso las organizaciones sindicales hayan dejado en las últimas décadas de asumir un papel protagónico en la vida nacional. El charrismo ha hecho la diferencia con otros países de América Latina y del mundo en donde los sindicatos participan activamente negociando las condiciones de trabajo de la clase obrera. Pero ese factor se sustentó siempre en una premisa: el alineamiento de las agrupaciones laborales con el régimen de la Revolución Mexicana cuyo representante nato era el presidente de la República.
Hoy que nadie sostendría que el gobierno mexicano es heredero del proceso revolucionario que inscribió los derechos del trabajo en el texto constitucional y que sus propios representantes (por boca de Vicente Fox) lo han declarado como un gobierno de empresarios y para los empresarios, las relaciones con el aún vigoroso charrismo se han trocado más complejas, y más costoso el apoyo que éste otorga a ese gobierno, como resulta evidente en los casos del SNTE, el sindicato petrolero, la CTM y otros. Por ello es que a los ojos del propio sector empresarial y del gobierno que lo representa se ha hecho necesario modificar a fondo la propia Ley Federal de Trabajo para adecuarla a las prácticas que ya el capital y el sistema que le sirve han convertido en cotidianas y erradicar definitivamente cualquier vestigio en ella de protección al trabajo o derechos para la clase laborante.
Ni el sindicalismo -por lo demás muy débil numérica y políticamente en el país- ni los salarios (entre los más bajos del mundo), ni los siempre burlados derechos que la ley otorga a los trabajadores han constituido obstáculos verídicos a los objetivos de competitividad y productividad que hoy se declaran objetivos prioritarios por sobre las condiciones de vida y trabajo de los asalariados. La subcontratación (outsourcing), la jornada por horas, el trabajo a destajo o la contratación temporal aun subsistiendo la materia de trabajo son prácticas hace mucho arraigadas en las relaciones laborales. El derecho de huelga ha encontrado desde hace mucho cortapisas y condicionamientos suficientes para hacerlo casi inexistente, y los inflexibles topes salariales y el accionar de las autoridades laborales le han hecho perder sentido. Pese a todo ello, es decir, a pesar de lo desfavorables que son las relaciones laborales para los trabajadores, no se ha incentivado el empleo, y el sector informal y la auto-ocupación crecen de manera incesante.
De lo que se trata con la iniciativa de reforma laboral del PAN y el gobierno calderonista, en realidad elaborada en las consultorías de la Confederación Patronal de la República Mexicana, Coparmex, es de transferir a la propia ley esas prácticas antilaborales que ya son usos y costumbres. Esto se da después de un largo periodo de desgaste y derrotas de los sindicatos y de una de las más intensas ofensivas de que se tenga memoria contra el trabajo desde el referido charrazo y la represión contra los ferrocarrileros o el movimiento magisterial bajo el priísmo, esta vez orientada en particular contra el Sindicato Mexicano de Electricistas y el de los minero-metalúrgicos, que no han aceptado someterse a los designios del calderonato. El hecho mismo de que la iniciativa haya sido elaborada a espaldas del sector laboral, sin consulta alguna con los sindicatos, da cuenta de que el capital y el gobierno se han propuesto como objetivo infligir una derrota histórica a la clase trabajadora, no sólo a través de hechos consumados sino de la cancelación legal de derechos y garantías, si bien no siempre ejercidos, sí subsistentes.
Contrariamente a lo divulgado por los epígonos del capital, la lucha de clases no sólo no ha desaparecido sino que se intensifica al calor de las iniciativas con que el propio capital y sus representantes políticos pretenden establecer su milenio de dominación. Sólo una política de frente amplio de los trabajadores que incorpore a cada uno de sus destacamentos, actualmente movilizados o no, puede hacer retroceder la pesadilla que el capitalismo salvaje, ya en retirada en muchas otras naciones, prescribe para la nuestra. Ellos pretenden celebrar el centenario de la primera revolución que en el mundo inscribió constitucionalmente los derechos del trabajo cancelando éstos. ¿Lo vamos a permitir?
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